Marzo 11 de nuevo
Al cumplirse dos años de las explosiones de los trenes de Atocha, El Pozo y Santa Eugenia, rebrotan las teorías conspirativas de algunos extravagantes y megalómanos investigadores a los que, por fortuna para nuestra precaria salud convivencial, nadie hace caso ya. Porque bajo la falsa coartada de la búsqueda de la verdad, lo que anida en el origen de esta insidia es un radical prejuicio ideológico contra el actual gobierno del Estado, la falta de reconocimiento de su legitimidad y del valor del voto de los ciudadanos y un montaje al servicio del interés de los anteriores gobernantes.
A poco que uno siga cualquiera de estas tramas, y ya van unas cuantas, verá que lo que se mueve a su alrededor son todavía los ecos de la rentable inercia en el tratamiento del terrorismo que el Partido Popular supo manejar como nadie y que aquel día le estalló entre las manos con toda su crudeza.
Esa inercia no es otra que el resultado de la estrategia, diseñada por el nocivo tándem Aznar-Mayor y apuntalada por el repugnante coro de palmeros y pesebristas que tanto menudeaba entonces y ahora, de vinculación de los actos terroristas y sus efectos políticos con la discrepancia ideológica, de visión o de método, con la política gubernamental en casi todos los frentes, que solía dejar al adversario desconcertado, balbuceante e impotente.
Carod-Rovira, de quien llegó a decir Acebes que se alegraba de que los atentados fueran en Madrid, es la imagen de aquella estrategia llevada casi hasta sus últimas consecuencias. Pero ni fue el último ni el único en padecerla. Todos recordamos cómo tras cada crimen de ETA, después de las condenas de rigor, los aznares, mayores y acebes, y aquella pestilente jauría periodística que en buena hora Arzalluz definió, quedándose corto, como Brunete Mediática, gastaban el grueso de su munición exigiendo cuentas y repartiendo culpas entre el resto, como si al Gobierno –responsable político de la seguridad de los ciudadanos- aquello le fuese ajeno.
La comprensible denuncia de responsabilidad política por parte de los demócratas al entorno de los terroristas –Ajuria Enea- dio paso a una escalada en la que casi cualquier discrepante era señalado con el dedo de la nueva inquisición y acusado de equidistancia, debilidad, complicidad y de otras zarandajas por el estilo, de no querer combatir el terrorismo y hacer el juego a los terroristas en definitiva. Víctimas de aquello quedan muchas y no sólo en el ámbito de la política. Iñaki Gabilondo y Julio Médem son claros ejemplos. A este último, uno de los directores de más categoría del cine español, le llamaron, varias veces, asesino y amigo de los asesinos en una entrega de premios Goya un grupo de energúmenos a los que la Ministra de Cultura Del Castillo no dejó de estrechar su mano aquélla noche. También quedan víctimas en el reverso de esta amarga moneda. Redondo Terreros quedó atrapado en aquella trampa y ahora apenas tiene más oficio que vagar patéticamente por radios y periódicos criticando a su partido; o lo que se constituyó como Foro de Ermua tras el crimen de M.A. Blanco, convertido hoy puramente en una célula exaltada de extrema derecha.
Así estaban las cosas aquélla mañana en la que, llevado por esa envenenada inercia, el Gobierno, con sus locutores y tertulianos montaraces, tardaron menos de cinco minutos en empezar a hacer política con el atentado, la única que sabían, y a frotarse las manos con las elecciones a tres días vista. Esto ya nadie lo discute. Pruebas no faltan. Las radios llamando obsesivamente a Carod-Rovira acusándole no se sabe bien de qué, Acebes tildando de miserable a quien pusiera en duda que aquéllo era obra de ETA, la misma ETA de la que tanto partido habían sacado; el Presidente del Gobierno al habla con cada uno de los directores de periódicos importantes conminándoles a que en sus crónicas atribuyesen a ETA la autoría (por cierto que en su primera edición después del atentado La Voz de Galicia atribuyó sin duda la autoría del crimen al terrorismo islamista; EL PAÍS, contrariamente, la atribuyó a ETA, como el Gobierno decía; y sin embargo su grupo editor soporta el estigma de la mentira); el Ministerio de Asuntos Exteriores cablegrafiando a todas las embajadas de España para que sus titulares atribuyesen expresamente a ETA el atentado en cuanta ocasión se les presentara; la condena obtenida en el Consejo de Seguridad de la ONU con una inédita mención expresa a ETA. No son las únicas evidencias de aquélla desbocada acción política. Hubo más. Como la convocatoria de una manifestación el día siguiente de forma unilateral por el Presidente del Gobierno y no por el arco parlamentario, relegado a mera comparsa –Gil Calvo dixit-, con eslogan de clara intención política electoral impuesto por Aznar, o la constitución de un gabinete de crisis en torno a un tal Timmermans, entonces Secretario de Estado de Comunicación, que ya lo dice todo.
Lo cierto es que el Gobierno había empezado a hacer política mucho antes. Cuando integristas islámicos atacaron con bombas el Restaurante de la Casa de España en Casablanca causando varios muertos. En aquella ocasión, los responsables gubernamentales, como si el común de los votantes fuese imbécil, se apresuró a afirmar que el atentado tuvo lugar en la Casa de España como podía haberlo tenido en la Casa de Uzbekistán, todo con la vana intención de evitar su asociación con la guerra de Irak y su coste político.
Lo terrible es que al parecer se lo creyeron. Y ante lo que fue expresión de una patente amenaza y evidencia la nueva situación de riesgo en la que se encontraba España, incluso desoyendo recomendaciones de mandos policiales y de inteligencia, no se tomó absolutamente ninguna medida. Son datos de la Comisión Parlamentaria. Y el Ministro responsable de aquello aún va por la vida repartiendo mandobles dialécticos, acusando y pidiendo explicaciones a los demás por el 11-M.
Uno tiende a pensar que cualquier investigación periodística de un episodio de esta naturaleza es la que parte de que, como dato cierto, los sistemas de seguridad fallaron clamorosamente para buscar esos fallos, identificar a sus autores, a sus responsables políticos y someterlos al juicio de la opinión pública, garantizando la realización de su derecho fundamental a la información frente a las manipulaciones del poder.
Pero nada más lejos de la realidad en este yermo intelectual. Esta investigación lo único que persigue es encajar piezas de un puzzle tramposamente recortado precisamente para lo contrario. Vaya con el cuarto poder. Y basta sólo un dato para corroborarlo. Si el 14 de marzo el resultado electoral hubiera sido el inverso en la correlación PSOE-PP, con victoria de éste último, ninguno de estos falsos epígonos del watergate hubiera gastado un minuto en investigar nada. Ni se hablaría de conspiraciones. Ni pruebas falsamente puestas para desviar la investigación, ni nada de nada. Porque no habría nada que justificar. Los españoles habrían votado, conmocionados pero con madurez. Y sin cobardía.
Sin embargo todo falló desde el principio. ETA no les hizo aquel último regalo y el estudiado guión de las ocasiones anteriores fue desbaratándose bajo el peso implacable de unos hechos que no encajaban ante una ciudadanía masivamente atenta a los acontecimientos. Y por una vez, el impotente y el balbuceante fue el Gobierno, cuyo comportamiento fue el de un niño enrabietado pillado en falta, incapaz de asumir su culpa, y cargándola sobre los demás, empezando por los propios ciudadanos, a quienes desde entonces y en un ejercicio letal para la democracia, se acusa de haber votado manipulados, engañados, dirigidos por algo parecido a un contubernio franco-marroquí, en connivencia con el PSOE a través de policías corruptos a su servicio que reclutaron confidentes y delincuentes comunes, apoyados por ETA y su logística, todo preordenado a producir un determinado resultado electoral. En ese camino ha valido todo. Lo último que se ha podido escuchar es la especie insidiosamente difundida de la existencia de pactos secretos entre Henri Parot y Rodríguez Zapatero para silenciar la intervención de ETA a cambio de su pronta libertad.
Y si aparecen fallos en la investigación o evidencias de fisuras en los sistemas de seguridad, en el control de los explosivos por la Guardia Civil o hasta en los controles de tráfico que no impidieron el tránsito de las bombas montadas en Morata de Tajuña, se cargan siempre, como partes de una conspiración, en el debe del actual gobierno. Jamás en el del anterior, en el que ostentaba la responsabilidad cuando ocurrió.
Produce escalofrío ver el concepto en que tenían aquellos gobernantes a su sociedad, a la que achacaron haberse rendido ante los terroristas por no haberles dado (precisamente a ellos, a quienes no supieron evitar el mayor atentado ocurrido en suelo europeo desde 1945) la victoria. Pero también sobrecoge la idea de que nada de esto existiría de haber sido otro el resultado. Porque en el origen de todo está el hecho de que quien perdió las elecciones el día 14 de marzo de 2004 no ha asumido resultado electoral, y se considera víctima de los votantes.
De haber obtenido la victoria el Partido Popular -siempre me he preguntado, siguiendo la misma lógica aplicada por esta formación- ¿es que acaso sus votantes no hubieran estado bajo los efectos del atentado, como el resto de ciudadanos? ¿es que acaso no hubieran estado manipulados, como achacan a los demás? ¿acaso no vieron en TVE-1 la película Asesinato en Febrero, sobre la muerte del socialista Fernando Buesa y su escolta a manos de ETA, cuidadosamente escogida en la noche de reflexión? ¿no leyeron en El Mundo una entrevista a doble página al candidato Rajoy el día de reflexión donde pedía el voto? ¿no fueron a la misma manifestación que yo, perfectamente dirigida a mayor gloria propia por el Presidente del Gobierno? ¿no vieron en las distintas televisiones al Portavoz del Gobierno la noche de reflexión?
Hay unos cuantos tipos sueltos por el Congreso y por algunas redacciones que algún día pagarán de verdad el daño que están haciendo. Tipos que mandaban entonces y a los que no les tiembla la voz al andar por ahí pidiendo ‘la verdad’ cuarenta mil folios después. Que campan por sus respetos afirmando un día sí y otro también que el nuevo Gobierno quiere ‘ocultar la verdad’ porque le salpicaría. Por cierto que hoy algunos hablan ya de anular el sumario. Su única verdad es que jamás llegue a saberse, por ver si escapan al juicio de la historia sobre uno de los episodios más indecentes de nuestro presente.
A poco que uno siga cualquiera de estas tramas, y ya van unas cuantas, verá que lo que se mueve a su alrededor son todavía los ecos de la rentable inercia en el tratamiento del terrorismo que el Partido Popular supo manejar como nadie y que aquel día le estalló entre las manos con toda su crudeza.
Esa inercia no es otra que el resultado de la estrategia, diseñada por el nocivo tándem Aznar-Mayor y apuntalada por el repugnante coro de palmeros y pesebristas que tanto menudeaba entonces y ahora, de vinculación de los actos terroristas y sus efectos políticos con la discrepancia ideológica, de visión o de método, con la política gubernamental en casi todos los frentes, que solía dejar al adversario desconcertado, balbuceante e impotente.
Carod-Rovira, de quien llegó a decir Acebes que se alegraba de que los atentados fueran en Madrid, es la imagen de aquella estrategia llevada casi hasta sus últimas consecuencias. Pero ni fue el último ni el único en padecerla. Todos recordamos cómo tras cada crimen de ETA, después de las condenas de rigor, los aznares, mayores y acebes, y aquella pestilente jauría periodística que en buena hora Arzalluz definió, quedándose corto, como Brunete Mediática, gastaban el grueso de su munición exigiendo cuentas y repartiendo culpas entre el resto, como si al Gobierno –responsable político de la seguridad de los ciudadanos- aquello le fuese ajeno.
La comprensible denuncia de responsabilidad política por parte de los demócratas al entorno de los terroristas –Ajuria Enea- dio paso a una escalada en la que casi cualquier discrepante era señalado con el dedo de la nueva inquisición y acusado de equidistancia, debilidad, complicidad y de otras zarandajas por el estilo, de no querer combatir el terrorismo y hacer el juego a los terroristas en definitiva. Víctimas de aquello quedan muchas y no sólo en el ámbito de la política. Iñaki Gabilondo y Julio Médem son claros ejemplos. A este último, uno de los directores de más categoría del cine español, le llamaron, varias veces, asesino y amigo de los asesinos en una entrega de premios Goya un grupo de energúmenos a los que la Ministra de Cultura Del Castillo no dejó de estrechar su mano aquélla noche. También quedan víctimas en el reverso de esta amarga moneda. Redondo Terreros quedó atrapado en aquella trampa y ahora apenas tiene más oficio que vagar patéticamente por radios y periódicos criticando a su partido; o lo que se constituyó como Foro de Ermua tras el crimen de M.A. Blanco, convertido hoy puramente en una célula exaltada de extrema derecha.
Así estaban las cosas aquélla mañana en la que, llevado por esa envenenada inercia, el Gobierno, con sus locutores y tertulianos montaraces, tardaron menos de cinco minutos en empezar a hacer política con el atentado, la única que sabían, y a frotarse las manos con las elecciones a tres días vista. Esto ya nadie lo discute. Pruebas no faltan. Las radios llamando obsesivamente a Carod-Rovira acusándole no se sabe bien de qué, Acebes tildando de miserable a quien pusiera en duda que aquéllo era obra de ETA, la misma ETA de la que tanto partido habían sacado; el Presidente del Gobierno al habla con cada uno de los directores de periódicos importantes conminándoles a que en sus crónicas atribuyesen a ETA la autoría (por cierto que en su primera edición después del atentado La Voz de Galicia atribuyó sin duda la autoría del crimen al terrorismo islamista; EL PAÍS, contrariamente, la atribuyó a ETA, como el Gobierno decía; y sin embargo su grupo editor soporta el estigma de la mentira); el Ministerio de Asuntos Exteriores cablegrafiando a todas las embajadas de España para que sus titulares atribuyesen expresamente a ETA el atentado en cuanta ocasión se les presentara; la condena obtenida en el Consejo de Seguridad de la ONU con una inédita mención expresa a ETA. No son las únicas evidencias de aquélla desbocada acción política. Hubo más. Como la convocatoria de una manifestación el día siguiente de forma unilateral por el Presidente del Gobierno y no por el arco parlamentario, relegado a mera comparsa –Gil Calvo dixit-, con eslogan de clara intención política electoral impuesto por Aznar, o la constitución de un gabinete de crisis en torno a un tal Timmermans, entonces Secretario de Estado de Comunicación, que ya lo dice todo.
Lo cierto es que el Gobierno había empezado a hacer política mucho antes. Cuando integristas islámicos atacaron con bombas el Restaurante de la Casa de España en Casablanca causando varios muertos. En aquella ocasión, los responsables gubernamentales, como si el común de los votantes fuese imbécil, se apresuró a afirmar que el atentado tuvo lugar en la Casa de España como podía haberlo tenido en la Casa de Uzbekistán, todo con la vana intención de evitar su asociación con la guerra de Irak y su coste político.
Lo terrible es que al parecer se lo creyeron. Y ante lo que fue expresión de una patente amenaza y evidencia la nueva situación de riesgo en la que se encontraba España, incluso desoyendo recomendaciones de mandos policiales y de inteligencia, no se tomó absolutamente ninguna medida. Son datos de la Comisión Parlamentaria. Y el Ministro responsable de aquello aún va por la vida repartiendo mandobles dialécticos, acusando y pidiendo explicaciones a los demás por el 11-M.
Uno tiende a pensar que cualquier investigación periodística de un episodio de esta naturaleza es la que parte de que, como dato cierto, los sistemas de seguridad fallaron clamorosamente para buscar esos fallos, identificar a sus autores, a sus responsables políticos y someterlos al juicio de la opinión pública, garantizando la realización de su derecho fundamental a la información frente a las manipulaciones del poder.
Pero nada más lejos de la realidad en este yermo intelectual. Esta investigación lo único que persigue es encajar piezas de un puzzle tramposamente recortado precisamente para lo contrario. Vaya con el cuarto poder. Y basta sólo un dato para corroborarlo. Si el 14 de marzo el resultado electoral hubiera sido el inverso en la correlación PSOE-PP, con victoria de éste último, ninguno de estos falsos epígonos del watergate hubiera gastado un minuto en investigar nada. Ni se hablaría de conspiraciones. Ni pruebas falsamente puestas para desviar la investigación, ni nada de nada. Porque no habría nada que justificar. Los españoles habrían votado, conmocionados pero con madurez. Y sin cobardía.
Sin embargo todo falló desde el principio. ETA no les hizo aquel último regalo y el estudiado guión de las ocasiones anteriores fue desbaratándose bajo el peso implacable de unos hechos que no encajaban ante una ciudadanía masivamente atenta a los acontecimientos. Y por una vez, el impotente y el balbuceante fue el Gobierno, cuyo comportamiento fue el de un niño enrabietado pillado en falta, incapaz de asumir su culpa, y cargándola sobre los demás, empezando por los propios ciudadanos, a quienes desde entonces y en un ejercicio letal para la democracia, se acusa de haber votado manipulados, engañados, dirigidos por algo parecido a un contubernio franco-marroquí, en connivencia con el PSOE a través de policías corruptos a su servicio que reclutaron confidentes y delincuentes comunes, apoyados por ETA y su logística, todo preordenado a producir un determinado resultado electoral. En ese camino ha valido todo. Lo último que se ha podido escuchar es la especie insidiosamente difundida de la existencia de pactos secretos entre Henri Parot y Rodríguez Zapatero para silenciar la intervención de ETA a cambio de su pronta libertad.
Y si aparecen fallos en la investigación o evidencias de fisuras en los sistemas de seguridad, en el control de los explosivos por la Guardia Civil o hasta en los controles de tráfico que no impidieron el tránsito de las bombas montadas en Morata de Tajuña, se cargan siempre, como partes de una conspiración, en el debe del actual gobierno. Jamás en el del anterior, en el que ostentaba la responsabilidad cuando ocurrió.
Produce escalofrío ver el concepto en que tenían aquellos gobernantes a su sociedad, a la que achacaron haberse rendido ante los terroristas por no haberles dado (precisamente a ellos, a quienes no supieron evitar el mayor atentado ocurrido en suelo europeo desde 1945) la victoria. Pero también sobrecoge la idea de que nada de esto existiría de haber sido otro el resultado. Porque en el origen de todo está el hecho de que quien perdió las elecciones el día 14 de marzo de 2004 no ha asumido resultado electoral, y se considera víctima de los votantes.
De haber obtenido la victoria el Partido Popular -siempre me he preguntado, siguiendo la misma lógica aplicada por esta formación- ¿es que acaso sus votantes no hubieran estado bajo los efectos del atentado, como el resto de ciudadanos? ¿es que acaso no hubieran estado manipulados, como achacan a los demás? ¿acaso no vieron en TVE-1 la película Asesinato en Febrero, sobre la muerte del socialista Fernando Buesa y su escolta a manos de ETA, cuidadosamente escogida en la noche de reflexión? ¿no leyeron en El Mundo una entrevista a doble página al candidato Rajoy el día de reflexión donde pedía el voto? ¿no fueron a la misma manifestación que yo, perfectamente dirigida a mayor gloria propia por el Presidente del Gobierno? ¿no vieron en las distintas televisiones al Portavoz del Gobierno la noche de reflexión?
Hay unos cuantos tipos sueltos por el Congreso y por algunas redacciones que algún día pagarán de verdad el daño que están haciendo. Tipos que mandaban entonces y a los que no les tiembla la voz al andar por ahí pidiendo ‘la verdad’ cuarenta mil folios después. Que campan por sus respetos afirmando un día sí y otro también que el nuevo Gobierno quiere ‘ocultar la verdad’ porque le salpicaría. Por cierto que hoy algunos hablan ya de anular el sumario. Su única verdad es que jamás llegue a saberse, por ver si escapan al juicio de la historia sobre uno de los episodios más indecentes de nuestro presente.
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