Generosidad
En www.escueladeescritores.com, una web de recursos para lo que su nombre indica, han hecho público el resultado de una encuesta entre internautas para localizar la palabra más ¿bonita?, ¿bella?, ¿hermosa? del idioma español. Los interrogantes son cosa mía y no indican alternativas, sino la evidencia, que otros han notado antes que yo, de que precisamente en español las palabras existentes para calificar la cualidad de lo que nos gusta íntimamente no sólo son limitadas, sino inexactas y lastradas por una connotación cursi que dificulta su empleo. Digamos por tanto que la razón de la encuesta era determinar la palabra del español que, por mayoría, más gusta a los participantes, que han sido muchos.
La ganadora, y por distancia apreciable, ha resultado ser amor. No habrá palabras en español, me digo, como para que la más guste sea amor, un término de cuatro letras, prácticamente idéntico en italiano (amore), en francés (amour), idéntico en portugués, en catalán y en la práctica totalidad de lenguas romances por su origen latino amor, -oris, cuyo significado es además común en todas ellas. Original, desde luego, no es.
El vocabulario habitual del común de los hispanohablantes de esta orilla del Atlántico es limitado hasta extremos que deberían motivar una reflexión. El absoluto desapego general por la lectura o la procaz degeneración del lenguaje empleado en televisión, unido al número de horas al día que la ciudadanía pasa delante de la caja boba, son factores que contribuyen a explicar la imagen, convertida en bochornosa costumbre, de ciudadanos que, al cruzarse por cualquier azar con el micrófono de un medio de comunicación, no son capaces de expresar una oración subjuntiva.
Javier Marías escribe en El País Semanal, con razón, en contra del fomento de la lectura basado en la actitud quejosa y plañidera del sector del libro, que no sólo culpa a la televisión, sino a internet, a la playstation y a casi cualquier cosa de que no se lea. Yo mismo detesto las campañas institucionales de promoción de la lectura basadas en la pura condescendencia (del tipo hay que leer que es muy bueno, como se diría del comer bien o del hacer deporte), a las que los jóvenes se muestran por completo impermeables y que, por cierto, degradan el concepto en sí. Y es que hay que decirlo como es y como lo creo. La lectura, entendida como vía de conocimiento, como proceso de maduración constante, es cosa difícil y al alcance de pocos. No se lee más porque se carece de la capacidad necesaria. El que quiera probar que lo haga, pero que piense antes si está preparado. Este planteamiento de la cuestión, además de certero, resulta mucho más seductor e inteligente para poner en valor la letra escrita. Una campaña de difusión de la lectura cuyo lema fuese “No leas el Quijote, que no es para ti”, obraría una llamada muchísimo más poderosa sobre la obra de Cervantes que el insufrible pastel que padecimos el año del cuarto centenario.
Por eso, cuando se convoca a la generalidad, por internet o por el medio que sea, para que proponga la palabra más ... del español, lo que la mayoría escribe no es la palabra, es un valor, universal y culturalmente positivo, que se expresa del mismo modo en al menos dos docenas de idiomas. La democracia y la cultura, como yo la entiendo, son por definición conceptos antitéticos, y este prejuicio, si así se quiere llamar, lo corrobora la encuesta a la que me estoy refiriendo.
Sin embargo, para mi desconcierto, el asunto llega al paroxismo con la personal contribución del Presidente Zapatero a la causa, al proponer el término generosidad como palabra más bella del español. Parece mentira, pero es el que menos lo ha entendido. Siendo precisamente generosos, merecería dos collejas por papanatas si no estuvieran penadas con la cárcel.
La ganadora, y por distancia apreciable, ha resultado ser amor. No habrá palabras en español, me digo, como para que la más guste sea amor, un término de cuatro letras, prácticamente idéntico en italiano (amore), en francés (amour), idéntico en portugués, en catalán y en la práctica totalidad de lenguas romances por su origen latino amor, -oris, cuyo significado es además común en todas ellas. Original, desde luego, no es.
El vocabulario habitual del común de los hispanohablantes de esta orilla del Atlántico es limitado hasta extremos que deberían motivar una reflexión. El absoluto desapego general por la lectura o la procaz degeneración del lenguaje empleado en televisión, unido al número de horas al día que la ciudadanía pasa delante de la caja boba, son factores que contribuyen a explicar la imagen, convertida en bochornosa costumbre, de ciudadanos que, al cruzarse por cualquier azar con el micrófono de un medio de comunicación, no son capaces de expresar una oración subjuntiva.
Javier Marías escribe en El País Semanal, con razón, en contra del fomento de la lectura basado en la actitud quejosa y plañidera del sector del libro, que no sólo culpa a la televisión, sino a internet, a la playstation y a casi cualquier cosa de que no se lea. Yo mismo detesto las campañas institucionales de promoción de la lectura basadas en la pura condescendencia (del tipo hay que leer que es muy bueno, como se diría del comer bien o del hacer deporte), a las que los jóvenes se muestran por completo impermeables y que, por cierto, degradan el concepto en sí. Y es que hay que decirlo como es y como lo creo. La lectura, entendida como vía de conocimiento, como proceso de maduración constante, es cosa difícil y al alcance de pocos. No se lee más porque se carece de la capacidad necesaria. El que quiera probar que lo haga, pero que piense antes si está preparado. Este planteamiento de la cuestión, además de certero, resulta mucho más seductor e inteligente para poner en valor la letra escrita. Una campaña de difusión de la lectura cuyo lema fuese “No leas el Quijote, que no es para ti”, obraría una llamada muchísimo más poderosa sobre la obra de Cervantes que el insufrible pastel que padecimos el año del cuarto centenario.
Por eso, cuando se convoca a la generalidad, por internet o por el medio que sea, para que proponga la palabra más ... del español, lo que la mayoría escribe no es la palabra, es un valor, universal y culturalmente positivo, que se expresa del mismo modo en al menos dos docenas de idiomas. La democracia y la cultura, como yo la entiendo, son por definición conceptos antitéticos, y este prejuicio, si así se quiere llamar, lo corrobora la encuesta a la que me estoy refiriendo.
Sin embargo, para mi desconcierto, el asunto llega al paroxismo con la personal contribución del Presidente Zapatero a la causa, al proponer el término generosidad como palabra más bella del español. Parece mentira, pero es el que menos lo ha entendido. Siendo precisamente generosos, merecería dos collejas por papanatas si no estuvieran penadas con la cárcel.
Generosidad es igual en inglés (generosity) y en francés (generósité); nada que la singularice en español. Pero no sólo eso, porque generosidad, como palabra, que era de lo que se trababa (no de una encuesta sobre altas categorías morales, que son otra cosa), es seguro de las más feas y con peor sonoridad de nuestra lengua, igual al decirla que al escribirla, que si es en un verso resulta imposible. Y que además no existe. Es hueca como el resto de los sustantivos formados con la desinencia –dad, del latín –itas, lo mismo felicidad, que bondad o solemnidad. Existen los vulgares, no la vulgaridad.
Está visto que cualquier ocasión, incluso la más anecdótica, como ésta, sirve para dejar plantada una solmene estupidez. No les dé arugmentos, Zapatero. Es lo que faltaba.
<< Home