05 junio 2007

Fin del Alto el Fuego (I)

Días atrás informaron los periódicos y agencias en internet de la puesta en libertad por el gobierno colombiano de Rodrigo Granda, el canciller de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la guerrilla más antigua del continente sudamericano, que encabeza las listas de organizaciones terroristas de la CIA y la UE por su capacidad destructiva y desestabilizadora, y que se sitúa como directa responsable no sólo de miles de muertes y secuestros, sino de que Colombia sea un país en el límite de lo que en política internacional se denomina estado fallido.

El Presidente Uribe manifestó que la liberación de Granda, el dirigente de más alto rango de las FARC residente en un penal colombiano, obedece a una petición expresa del francés Nicolás Sarkozy y que a su puesta en libertad seguirá la de bastantes más presos de la guerrilla, como gesto de paz con el que obtener en contrapartida la liberación de cincuenta y seis secuestrados. Nada más producirse la liberación, Sarkozy se apresuró a calificar el gesto como valiente y muy importante. Y probablemente lo sea, porque seguramente quedaban al guerrillero muchos años de carcel por cumplir y seguramente lo que allí diga la Ley sea que deben cumplirse como ella regula.

El mismo día que el gobierno Colombiano dio ese paso, en España el grupo terrorista ETA clausuró el alto el fuego declarado en el mes de marzo del año 2006, con el que se abrió el camino para que el Presidente español diera algún otro paso valiente, o más valiente que los que otros dieron antes, con el que pudiera ponerse punto final a la actividad de la banda.

Todos los gobiernos que en el orbe han sido han enfrentado alguna vez decisiones de este tipo. Decisiones situadas en la paralela del trazo impuesto por la Ley, de enorme dificultad, que exigen dosis poco frecuentes de valor, una amplia visión política y de futuro y que sólo resultan útiles si cuentan con el respaldo, o cuanto menos la complicidad, del Estado entendido como el conjunto de las instituciones. Es impensable que los responsables de la inteligencia del país celebren una entrevista con dirigentes de un grupo armado si al día siguiente la Fiscalía dirige contra ellos una querella por delito de encubrimiento.

Hoy se escribe, con razón, que la organización terrorista ETA nunca cumplió la primera condición exigida por el Congreso de los Diputados cuando autorizó al Gobierno la apertura de una negociación el mes de mayo de 2006; que nunca tuvo la voluntad inequívoca de abandonar las armas e integrarse en la vida política democrática. Los hechos posteriores lo corroboran.

Pero eso no era algo sabido entonces, ni siquiera intuido. Al contrario. El estado de cosas hace un año permitió pensar a una mayoría que existía una situación radicalmente distinta, y desde luego idónea, por no decir óptima, para encarar la fase final diseñada en el Pacto de Ajuria Enea. No estaba entonces en discusión que la asfixia producida por la aplicación de la Ley de Partidos, la presión judicial y policial y el shock general provocado por la catástrofe del 11 de marzo habían colocado a la banda en algo semejante a una fase terminal. Nunca desde su fundación había transcurrido tanto tiempo sin atentados mortales. Los que fueron los dirigentes de la última ETA poderosa -los detenidos en Bidart en 1992- llamaron públicamente al abandono de las armas y el entorno político de la organización ofreció signos esperanzadores de un cambio de estrategia. Todo ello en un clima político, el que siguió a las elecciones de marzo de 2004, que presagiaba un cambio de cierta profundidad en el mapa institucional y social español.

En una coyuntura semejante todo gobierno democrático tiene dos opciones: dar el paso o esperar a que lo den ellos. Y salvo el mejor criterio de Kant, de ninguna de ambas opciones puede decirse categóricamente ni a priori que sea política o moralmente más responsable o apropiada que la otra. Yo apuesto que todo cualquier gobernante elegiría la primera opción. En primer lugar por la presión de la pura tentación. Si dejamos a un lado el fenómeno de la inmigración, carente de soluciones locales, no hay problema político en una democracia occidental cuya resolución incida de manera tan directa en el incremento del bienestar de los votantes como la desaparición de una amenaza terrorista de la envergadura de la que encarna ETA, de cuya capacidad operativa y de agresión sobran pruebas. Y en segundo lugar porque es al gobierno del país a quien corresponde, políticamente, la iniciativa en la gestión de los problemas. Esa es su atribución constitucional y para cumplirla es designado por el Parlamento.

Retengo un detalle que pasó absolutamente inadvertido para la opinión pública y publicada. Meses antes de la primavera de 2006, entrevistado en el programa Las Cerezas por Julia Otero, Rodríguez Ibarra, que compartía plató con Carod Rovira, deslizó en una de sus intervenciones que aquel era el momento para que el Gobierno hiciese la siguiente oferta a ETA: 'esta es vuestra última oportunidad; si lo dejais ahora, trataremos de buscar una salida; si no, no habrá otro momento'.

No es difícil llegar a la conclusión de que esa fue la decisión que movió al Gobierno, que además de lo que el resto percibíamos, contaba con una serie de mensajes reservados de ETA que reforzaron aún más su determinación.